13 abril 2025

El pórtico de la Semana Santa

Mons. Ignacio Ducasse Medina, Arzobispo de Antofagasta El Domingo de Ramos es el domingo que abre solemnemente la Semana Santa, con el recuerdo de los Ramos y de la Pasión, de la entrada de Jesús en la ciudad de Jerusalén. Vayamos con el pensamiento a Jerusalén, subamos al Monte de los Olivos para detenernos en […]

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Columna de

Mons. Ignacio Ducasse Medina

Mons. Ignacio Ducasse Medina, Arzobispo de Antofagasta

El Domingo de Ramos es el domingo que abre solemnemente la Semana Santa, con el recuerdo de los Ramos y de la Pasión, de la entrada de Jesús en la ciudad de Jerusalén.

Vayamos con el pensamiento a Jerusalén, subamos al Monte de los Olivos para detenernos en la capilla de Betfagé, que nos recuerda el gesto de Jesús, gesto profético -que entra como Rey pacífico, Mesías aclamado primero y condenado después- para cumplir en todo con las Escrituras. Aquello fue una entrada mesiánica, casi provocadora. Por un momento, la gente revivió la esperanza de tener ya consigo, de forma abierta y sin subterfugios, a aquel que venía en el nombre del Señor.

Hoy, el mundo católico, con el mensaje de la evangelización, actualiza el misterio y encomienda a los fieles, como antaño, la proclamación de Cristo Rey y Señor a este mundo nuestro, posmoderno y dormido, reticente y poscristiano. Un mundo que quizá no condenaría a Cristo a la muerte, pero sí que lo dejaría y lo deja caer en el olvido. Y, sin embargo, un mundo que necesita ser salvado de sus ignorancias y de sus pecados, de sus deficiencias e infidelidades. Sin embargo, aquello que pareciera no importar a la sociedad actual nos aleja del amor y ser mejores, del bien común. Este mundo debe ser evangelizado de nuevo, es decir, despertado con una noticia de gozo, la del Evangelio de la vida, la de una experiencia rica y llena de esperanza como la que Jesús, el Rey y Señor, nos ofrece.

Con la liturgia de la Iglesia, entramos en la pasión y anticipamos la proclamación del misterio. Con un gran contraste entre el camino triunfante del Cristo del Domingo de Ramos y el via crucis del Viernes Santo. El momento de la Pascua y de la institución de la Eucaristía, el huerto de los olivos con sudores de sangre, la traición de Judas y la negación de Pedro, la condena del Sanedrín, de Herodes y de Pilatos, el camino de la Cruz y la agonía, el perdón de los enemigos y la salvación del buen ladrón, la oración de Jesús llena de esperanza: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Este es el Evangelio, esta es la noticia, el contenido de la nueva evangelización. Desde una paradoja, este mundo que parece tan autónomo necesita que se le enuncie el misterio de la debilidad de nuestro Dios en la que se demuestra el culmen de su amor. Los primeros cristianos hicieron el anuncio del amor de un Dios que baja con nosotros hasta el abismo de lo que no tiene sentido, del pecado y de la muerte, del absurdo grito de Jesús en su abandono y en su confianza extrema. Era un anuncio al mundo pagano tanto más realista cuanto con él se podía medir la fuerza de la resurrección.

Con la liturgia del Domingo de Ramos cruzamos el pórtico de la Semana Santa y anticipamos el triunfo de la resurrección.

Así, la Iglesia se pone de pie para celebrar con intensa fe el misterio pascual de la pasión gloriosa de Jesucristo el Señor. Porque quiere anunciarlo al mundo con el fervor de su fe, la belleza de su liturgia, la fuerza de su testimonio, ahora que todos los mitos caen y perdura indestructible el mensaje de Jesús el Hijo de Dios, el profeta de Nazaret.

Columnista

Mons. Ignacio Ducasse Medina

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